sábado, 22 de diciembre de 2007

Despertar

Mi nariz, el cristal y el mundo. En este emparedado de realidad, en el que el vidrio de la ventana ocupa su lugar de ingrediente entre las rebanadas de la calle y de mi rostro, faltaba todavía algo.
Llevaba así varios ¿minutos?¿horas?, no, si reflexiono durante un instante, me doy cuenta que llevo toda la vida. Bueno, toda mi vida.
¿Qué faltaba?. Dentro estoy yo, fuera el resto.
Mis ojos están clavados en una chica que abrigada, espera en la parada del autobús. Creo que es la primera vez que la veo. Aunque su rostro permanece oculto por una gruesa bufanda, soy una persona observadora, demasiado !!!! grita alguien o algo dentro de mi cabeza, la hubiese reconocido por sus botas altas, medias negras, falda vaquera corta… Tampoco me era familiar su manera de dejar caer el peso sobre una pierna, para, al rato, cambiar su apoyo a la otra.
El panel luminoso de la parada, anuncia que su autobús, el único que allí vomita y engulle anónimos viandantes, le quedan cinco minutos para llegar.
Apoyo ahora mi frente en el marco del ventanal y un semicírculo de mi vaho lo empaña. Si me hubiese dedicado a acumular el agua condensada de mi aliento en aquella fría luna, se podría haber llenado un mar, un océano quizás.
En mi estomago una bola de fuego comienza a formarse y sin quemar comienza a ascender tibiamente haciendo entrar en calor mi corazón y mi cabeza.
Sin saber exactamente que hago, abro la puerta de la calle, bajo las escaleras, empujo la cancela del edificio y piso la acera. El aire helado no consigue hacer mella en mi cuerpo. Miro al otro lado de la calle y la pantalla indica que en un minuto, por gentileza de servicio de transporte público, ella desaparecerá.
Cruzo sin mirar y ella, al ruido de las pitadas que me regalan un par de coches que hacen esfuerzos por evitar que nuestras trayectorias se encuentren, me mira desde la franja que deja la bufanda y el gorro de lana encasquetado hasta las orejas.
Llego a la parada y a solo una cuarta suya me detengo.
- Te quiero – le digo mientras bajo suavemente su bufanda dejando al descubierto una boca entreabierta.
Estaba en lo cierto, no la conozco de nada. La tomo suavemente de los hombros y la beso.
Después de un largo y cálido beso, correspondido por ella, nos separamos. Ella me mira con una expresión más cercana al desfallecimiento que a la sorpresa.
- Yo también te quiero – me responde.
A nuestras espaldas, las puertas del dragón se cierran con un resoplido y comienza su áspero vagar, imagino que en busca de presas propicias que devorar en la siguiente posta o desgraciados que arrojar al helado páramo de la calle.
- Yo me llamo Tristán
- Y yo Esperanza
Juntos, de la mano, comenzamos a bajar la calle y a subir del infierno. No tenemos prisa, llevamos toda vida esperándonos y queremos saborear ese instante.

lunes, 29 de octubre de 2007

Click!

Click!.
El sonido del interruptor de la lámpara de pie era inconfundible. Al chasquido metálico siempre le acompañaba el leve tintinear de la cadenita. El rosario de diminutas esferas, golpeteaba durante unos instantes la vara torneada que culminaba en el casquillo que sujetaba la vieja bombilla.
Las marcas en la madera atestiguaban cuantas veces mi mano había encendido o apagado aquella luz. La luminaria dispone a media altura, de una pequeña repisa, a modo de bandeja, de la misma madera que rodea al vástago y que si no fuese por que no sujetaba ningún cirio, bien podía haber pasado por un artilugio para recoger la cera y que no cayese al suelo. Mesita que alojaba desde hacia una eternidad un cenicero y un mechero a juego que me regalaron un 19 de marzo mis hijos, una funda de gafas, un paquete de ducados y un bolígrafo.
Pero por increíble que pareciese, nadie la había encendido. El sonido donde realmente se había producido era en mi cabeza.
Las negras sombras comenzaron a deshilacharse, los espectros huyeron por los rincones y como si despertarse de una siesta, mis ojos volvieron a distinguir la luz amarillenta de aquel atardecer de otoño. Conozco esta sensación.
Se que durante un periodo de tiempo que no alcanzo a calcular, vuelvo al mundo de las personas. Soy consciente, aunque no consiga expresarlo, de que me encontro en mi casa, en mi ajado sofá, delante de mi televisión. Oigo, aunque no consigo de entender. Durante estos instantes a veces estoy solo, otras acompañado.
Hoy, cuando con un esfuerzo tremendo, consigo dirigir la mirada al sillón situado a mi izquierda y que formando un ángulo recto con el mío, flanquea la mesa camilla, puedo ver una cara conocida. Creo que es mi hijo, no sé exactamente cual de ellos. Sostiene mi mano y la acaricia suavemente. También me habla, pero no sé lo que dice. Es igual, su sonido me reconforta y la musicalidad de su voz me dice que me habla de forma tierna.
Intento devolverle lo que me está dando y aprieto los labios creyendo mostrar una sonrisa. Creo que lo he conseguido, por que su cara se ilumina y me devuelve el gesto. Con un pañuelo me limpia la comisura de los labios y alcanzo a percibir que sus ojos se humedecen.
A mi derecha una vocecilla, como una campanilla y una presión en mi otra mano, me llaman la atención. Con otro titánico movimiento de cabeza dirijo mis ojos a su origen. Una carita pequeña y de sonrisa desdentada me mira. Sé que no puede ser mi hija, por que es imposible que ronde estos cinco o seis años que ahora me observan, pero bien podría serlo. Es idéntica. Tampoco la entiendo, pero el roce de su mejilla en el huesudo reverso de mi mano y el beso que deja depositado antes de salir dando saltitos del salón me hacen sentir un leve escalofrío.
No sé cuanto tiempo hace de mi último periodo de consciencia, ni de su duración. Ignoro si fue hace un día, mes o año ni si duró un minuto o una hora. De lo que sí tengo consciencia es que esta enfermedad, con nombre de impronunciable médico alemán, cada día me deja menos rendijas de lucidez por las que colarme siquiera unos instantes.
El salón empieza a oscurecerse. Con el rabillo de ojo puedo ver como, brotando de las esquinas de la habitación, llegando desde el pasillo por el dintel de la puerta y tapando el agonizante sol que entra por la terraza, las quimeras, dragones y toda una legión de seres horribles se acercan para sumirme en su mundo de pesadillas.
Como en un final de una película de Buster Keaton, la oscuridad se va cerrando alrededor de la mano que reposa sobre la mía. Ignoro si volveré a despertar, aunque sean unos instantes. Espero que si así fuese, tenga la suerte de hoy. No estar solo.
Ya la negrura lo envuelve todo y mi último hilo de consciencia es para oír el terrible ruido cerebro desconectando.
Click!.

martes, 18 de septiembre de 2007

Clanc!

Clanc!
Otra patada a la lata de cerveza. Llevaba así, deambulando, desde … no sabía cuanto. No llevaba puesto reloj. Bueno el reloj. El único que tenía. Todos le decían que ya era un poco infantil para un chico de once años.
Era un reloj de esfera celeste y correa de loneta con un perrito astronauta, una nave espacial y planetas dibujados. Un Flik Flak que me había traído de regalo papá, una vez que estuvo en Canarias de viaje. Desde entonces no había dejado de usarlo. “Cada vez que mires la hora te acordaras de mi y de lo mucho que te quiero” . Y así había sido. La correa estaba ya oscurecida del uso y el perrito apenas se veía. Cuanto me confortaría tenerlo ahora, en mi muñeca y mirarlo, aunque mucho más me confortaría que papá estuviese aquí. Usé el puño del jersey para restregarme los ojos que habían empezado a nublarse otra vez.
Unos meses después de aquel viaje a Canarias, papá no regresó de otro viaje. Aunque solo tenía siete años, recordaba muy bien aquella noche.
Era un día entre semana, había hecho como siempre cuando papá estaba de viaje y regresaba por la noche. Mamá me duchaba, cenaba yo solo y cuando terminaba mamá me dejaba esperarle a que llegara, leyendo en la cama.
Cuando llegaba, entraba en mi cuarto y me daba las buenas noches “Buenas noches, mi vida, que descanses. Te quiero mucho” y yo dándole un beso le contestaba “Y yo te quiero mas” . A veces este rito no se podía realizar, por que él llegaba mas tarde o yo me quedaba dormido. Otras veces no tenia demasiado sueño y desde la cama los oía cenar y reír a los dos. Aquel día no.
Me quede dormido. Me desperté por el jaleo que había en casa, mi madre y mi abuela, que debió de llegar sin que yo me enterara, lloraban. Mi abuelo hablaba por teléfono. Papá nunca llegó. Tuvo un accidente con el coche cuando le quedaba media hora para llegar a casa.
Desde entonces, mamá nunca se recuperó.
Clanc!. Aquella lata, compañera de juegos de esta tarde, recibió otra patada de la puntera de mis zapatos. Me hubiese gustado tener las zapatillas de deporte, pero era lo que tenía puesto cuando salí de casa corriendo.
Me senté en un escalón de un portal. Aquella calle no me era familiar y por supuesto debía de estar muy lejos de la zona por la que habitualmente pasaba camino del colegio o cuando acompañaba a mamá a hacer algún recado.
Me abracé a mis piernas y apoyé la barbilla en las rodillas desnudas. Aunque ya era otoño, agradecía estar con pantalones cortos. Me gustaba sentir el aire fresco en mis pantorrillas y muslos. O las gotas de la lluvia. Aquellos pantalones del colegio me pinchaban las piernas, y además, prefería llegar a casa con las rodillas desolladas y que mamá me las curase, a ver su cara de resignación mientras me zurcía los pantalones o le colocaba las enésimas rodilleras.
Me apoyé en las rodillas para levantarme, y una punzada de dolor atenazó mi muñeca derecha. Se me debía de haber abierto un poco. La verdad es que no esperaba encontrar aquella resistencia.
Nunca debió de ponerle una mano encima a mamá. Aquel novio de mamá nunca me gustó mucho, pero normalmente, cuando estaban juntos, la veía reírse alguna vez. Esto era suficiente para mí.
Esta tarde, cuando llegué del cole, lo hice casi una hora antes. Había faltado el profe de inglés y a los niños que vivíamos cerca y que nos íbamos solos a casa nos dejaron irnos. Este año, el abuelo me había regalado un llavero con una cadenita que siempre llevaba enganchada en la hebilla de los pantalones. Me lo dio y me dijo que como a veces (la verdad que cada vez mas) mamá no estaba en casa cuando llegaba del cole, mejor que entrase que quedarme esperándola en el portal.
Esos días, me preparaba la merienda, hacía los deberes y me ponía a leer o a ver la tele hasta que llegaba ella. Algunos días llegaba tarde y con los ojos enrojecidos.
Al abrir la puerta los oí discutiendo en la cocina. Cerré con cuidado y preferí meterme en mi cuarto hasta que se fuese. Cuando le gritaba a mamá, se me hacia un nudo en el estomago, se me aceleraba el pulso y solo podía ver lo que tenia justo delante mía. Todo adquiría un tono rojizo y la cara parecía que estaba ardiéndome.
Clanc! Con esta patada, acababa de dejar la lata en la parte más alta de un puente peatonal que cruzaba por encima de aquella riada de coches que, ocupando los cuatro carriles en cada sentido, rugían con las luces ya encendidas.
Aquella tarde, reñían más alto de lo normal. Oí un golpe y a continuación llorar a mi madre. Salí del cuarto y cuando llegué a la cocina vi como le pegaba con el revés de la mano por segunda vez. Mi madre de rodillas en el suelo, lloraba. Él levantó la mano para golpearla de nuevo, pero su mano no llegó a tocarla. Yo había cogido del cajón de los cubiertos el cuchillo mas largo y se lo había clavado por la espalda. Noté como chocaba con algo y mi muñeca se quejó. Imagino que fue una costilla. Pero el acero acabó resbalando y la hoja desapareció en la espalda de aquel tipo.
Se dio la vuelta y con los ojos muy abiertos me miró. Y cayó al suelo como un muñeco de trapo, dando un fuerte golpe en el suelo con su cabeza. El piso retumbó, y el silenció se hizo durante unos instantes. Mamá mirándome con unos ojos llenos de tristeza, como nunca había visto, se tapó la cara con las manos y volvió a llorar mientras se mecía, de rodillas en el suelo al lado de un charco rojo, casi negro que crecía junto a quien yo acababa de matar. Salí corriendo del piso y no paré hasta que mis pulmones parecían que iban a reventar.
Empujé la lata al filo de la barandilla del puente. Con un suave toque de mi zapato se bamboleó un momento y finalmente se precipitó. No llego a tocar el suelo. Un coche negro la embistió y la envió a un carril distinto. Una furgoneta la aplastó y al pasar los coches que venían detrás, desapareció.
Me subí a la barandilla de aquella solitaria pasarela. Sentado con los pies colgando por fuera, miré el horizonte de mi ciudad recortado en los últimos tonos rojizos del día. Tomé impulso y mientras sentía el aire acariciando la cara y piernas en mi caída, me dio tiempo a pensar, lo bueno que sería que papá me estuviese esperando.


Clanc!

lunes, 12 de febrero de 2007

Pepe, mi barbero

Se llamaba Pepe y era barbero.
Tuvo su barbería en un local, accesoria se le llamaban por aquel entonces, de una calle grande y populosa que unía los arrabales de la ciudad con su centro. En los años setenta fue expropiada toda la propiedad como consecuencia de la ordenación urbanística que sufrió la zona.
Mis recuerdos de aquella barbería son difusos. Pero la figura de Pepe con su bata blanca de mangas cortas, hiciese frió o calor, siempre impecablemente blanca, aquellos sillones cromados y el gran espejo que cubría todo el lateral izquierdo, me han acompañado todos estos años.
Cuando dejó la barbería continuó trabajando en su propia casa y a domicilio. Su figura, algo oronda, su bigote mínimo, una raya sobre el labio, paseando por el barrio, yendo o viniendo de arreglar una barba o de pelar a alguien, con su eterna sahariana (en algunos sitios la llaman guayabera) celeste de mil rayas a juego con el pantalón, aparece ante mí con claridad asombrosa.
Los utensilios para ejercer su profesión debajo del brazo, perfectamente envueltos en un pliego de papel de estraza marrón y un Goya encendido en la mano contraria.
Era el barbero del barrio, de mi barrio. Nada de peluquero o de estilista de pelo engominado con gestos amanerados. El nunca preguntaba como querías pelarte. Las alternativas eran escasas y una vez que te hacías cliente ya sabía tus preferencias, o las de tu madre si eras menor de edad. Tres eran las posibilidades: a la raya, hacia atrás o a navaja, mas caro y apto para pelos lacios.
A mí siempre me pelaba en su casa. Las visitas a domicilio las reservaba a hombres ancianos o enfermos. Su casa, en el bajo de una casa de vecinos, constaba de salón-comedor, 2 habitaciones, cocina y cuarto de aseo. No tenia recibidor, se entraba directamente en el salón. Sobre la mesa del centro de la estancia desplegaba su barbería que aparecía misteriosamente ordenada al desenrollar aquel papel marrón con cientos de usos.
Te sentaba en una silla alta, mirando al espejo de un gran aparador de madera oscura, a juego con el resto del salón. Y comenzaba la magia.
Su mujer, una señora gruesa, siempre sonriente y eternamente vestida de luto, apenas aparecía. Te abría la puerta, te sonreía y te hacía pasar. “Me voy para la cocina que estoy poniendo un puchero”. Y ya no aparecía hasta que ibas a marcharte para despedirte y para decirte que te acordaras de darle recuerdos a tú madre. Si había suerte, además de la sonrisa de rigor te regalaba un trozo de paloduz. En casa de Pepe siempre olía a puchero, o por lo menos a mi me lo parecía.
Comenzaba su ritual poniéndote un peinador de tela blanca y que abrochaba con un lazo al cuello. Su pericia abrochando era tal que no te apretaba, pero no dejaba ningún resquicio por donde se colase un pelo. A continuación sus dedos comenzaban un baile hipnótico, en una mano unas brillantes tijeras de puntas afiladas y en la otra un peine negro. Y empezaba a hablar.
Siempre contando cosas de las que yo apenas me enteraba, yo tenía la mirada fija en el espejo viendo su reflejo danzando alrededor mío. Lo que sí recuerdo es que siempre acababa igual:
- Me he enterado que te has echado una novia coja, pillín. Así te sale mas barato comprarle zapatos …
Y cogía un pequeño y desgastado, recipiente de madera. Le echaba un chorro de agua, si era invierno iba a la cocina para que fuese agua caliente del termo, mojaba la brocha, la llenaba de jabón de afeitar de una afilada barra. Te ponía agua jabonosa en el cuello y tomaba la navaja de afeitar con cachas de nácar. Con una precisión asombrosa y casi en el mismo gesto, te hacía el cuello, te lo secaba, te sacudía con un cepillo los pelos, te lanzaba polvos de talco con una perilla marrón y te quitaba el peinador que caía en la mesa del comedor sin un pelo y doblado.
- Muchacho con esto se puede rellenar una almohada – te decía mientras empezaba a limpiar los pelos del suelo del salón.
- ¿Cuanto le debo?
- Por ser para ti, doscientas pesetas.
Y allí se quedaba barriendo la barbería-comedor con aquel recogedor de madera y mango corto.
Hace años que ya murió Pepe, nadie me ha vuelto ha dejar esa línea perfecta que separaba el cuello del pelo de la nuca. Nadie me pregunta por mi novia coja, ni las peluquerías unisex me dan orozuz al marcharme.
Seguramente allí donde esté siga pelando y arreglando barbas, espero que entre sus clientes se encuentre mi padre, que siempre se reía con sus gracias y verborrea. Si, espero que dentro de mucho, vuelvo a verlo, además de dejar que me pele ‘a la raya’, lo primero que pienso preguntarle es:
- Pepe, por tus muertos, antes de que me preguntes por la coja, dime ¿En tú casa se comía todos los días puchero?

martes, 9 de enero de 2007

Un trabajo con vistas


Desde donde trabajaba, tenía una vista privilegiada. Podía observar la ciudad. al fondo, en todo su esplendor. Siempre había disimulado una sonrisa, para no ofender a sus hermanos, cuando hablaban de sus maravillosos despachos en el mismo centro de neurálgico de la capital. Si ellos supieran de las que él disfrutaba, seguramente se sentirían desdichados.
Era un hombre afortunado, no sólo tenía las mejores vistas, también era el jefe y sus nietos adoraban ir a visitarlo al trabajo.
La mayor parte del tiempo se la pasaba paseando y supervisando que todo estuviese correcto. Y después el trato con el público…. Era lo mejor. Tenía oportunidad de hablar con personas, incluso niños de cualquier condición. Charlaba tanto rato como la otra persona necesitase, sin prisas, sin estrés.
Ya quedaba poco para su jubilación, estando viudo y sus hijos con la vida resuelta (bueno no los envidiaba uno era abogado y el otro era socio de una productora), sabía que podría seguir viniendo al trabajo, aunque sólo fuese para dar una vuelta.
Dejó de mirar el paisaje y reparó en una hoja en el suelo.
Era la hora de volver al trabajo. Cogió un escobón de ramas y empujó la hoja al recogedor de cinc. Miró alrededor y pensó que dentro poco, con el otoño, aumentaría su actividad. Esto le agradó ya que tendría la oportunidad de dar caminatas mas largas por el parque y con eso estiraba sus viejos huesos. En verano, entre las vacaciones y que había menos público se quedaba un poco anquilosado.
Con la alegre perspectiva de un parque cubierto de hojarasca, verde, roja, parda y amarilla se marchó cuesta abajo, camino del estanque, silbando aquella cancioncilla de evocaciones zarzuelescas. Le esperaban unas cuantas hojas caídas, cuatro papeleras y sus amigas las ardillas que como todos los días le esperaban al final del camino. Hoy les traía como sorpresa las primeras castañas de la temporada. Recordó como le gustaban a sus nietos aquellos animalillos y eso el animó a silbar mas fuerte mientras se alejaba por el sendero de albero.
¡Debía ser el hombre con el mejor trabajo del mundo!