lunes, 12 de febrero de 2007

Pepe, mi barbero

Se llamaba Pepe y era barbero.
Tuvo su barbería en un local, accesoria se le llamaban por aquel entonces, de una calle grande y populosa que unía los arrabales de la ciudad con su centro. En los años setenta fue expropiada toda la propiedad como consecuencia de la ordenación urbanística que sufrió la zona.
Mis recuerdos de aquella barbería son difusos. Pero la figura de Pepe con su bata blanca de mangas cortas, hiciese frió o calor, siempre impecablemente blanca, aquellos sillones cromados y el gran espejo que cubría todo el lateral izquierdo, me han acompañado todos estos años.
Cuando dejó la barbería continuó trabajando en su propia casa y a domicilio. Su figura, algo oronda, su bigote mínimo, una raya sobre el labio, paseando por el barrio, yendo o viniendo de arreglar una barba o de pelar a alguien, con su eterna sahariana (en algunos sitios la llaman guayabera) celeste de mil rayas a juego con el pantalón, aparece ante mí con claridad asombrosa.
Los utensilios para ejercer su profesión debajo del brazo, perfectamente envueltos en un pliego de papel de estraza marrón y un Goya encendido en la mano contraria.
Era el barbero del barrio, de mi barrio. Nada de peluquero o de estilista de pelo engominado con gestos amanerados. El nunca preguntaba como querías pelarte. Las alternativas eran escasas y una vez que te hacías cliente ya sabía tus preferencias, o las de tu madre si eras menor de edad. Tres eran las posibilidades: a la raya, hacia atrás o a navaja, mas caro y apto para pelos lacios.
A mí siempre me pelaba en su casa. Las visitas a domicilio las reservaba a hombres ancianos o enfermos. Su casa, en el bajo de una casa de vecinos, constaba de salón-comedor, 2 habitaciones, cocina y cuarto de aseo. No tenia recibidor, se entraba directamente en el salón. Sobre la mesa del centro de la estancia desplegaba su barbería que aparecía misteriosamente ordenada al desenrollar aquel papel marrón con cientos de usos.
Te sentaba en una silla alta, mirando al espejo de un gran aparador de madera oscura, a juego con el resto del salón. Y comenzaba la magia.
Su mujer, una señora gruesa, siempre sonriente y eternamente vestida de luto, apenas aparecía. Te abría la puerta, te sonreía y te hacía pasar. “Me voy para la cocina que estoy poniendo un puchero”. Y ya no aparecía hasta que ibas a marcharte para despedirte y para decirte que te acordaras de darle recuerdos a tú madre. Si había suerte, además de la sonrisa de rigor te regalaba un trozo de paloduz. En casa de Pepe siempre olía a puchero, o por lo menos a mi me lo parecía.
Comenzaba su ritual poniéndote un peinador de tela blanca y que abrochaba con un lazo al cuello. Su pericia abrochando era tal que no te apretaba, pero no dejaba ningún resquicio por donde se colase un pelo. A continuación sus dedos comenzaban un baile hipnótico, en una mano unas brillantes tijeras de puntas afiladas y en la otra un peine negro. Y empezaba a hablar.
Siempre contando cosas de las que yo apenas me enteraba, yo tenía la mirada fija en el espejo viendo su reflejo danzando alrededor mío. Lo que sí recuerdo es que siempre acababa igual:
- Me he enterado que te has echado una novia coja, pillín. Así te sale mas barato comprarle zapatos …
Y cogía un pequeño y desgastado, recipiente de madera. Le echaba un chorro de agua, si era invierno iba a la cocina para que fuese agua caliente del termo, mojaba la brocha, la llenaba de jabón de afeitar de una afilada barra. Te ponía agua jabonosa en el cuello y tomaba la navaja de afeitar con cachas de nácar. Con una precisión asombrosa y casi en el mismo gesto, te hacía el cuello, te lo secaba, te sacudía con un cepillo los pelos, te lanzaba polvos de talco con una perilla marrón y te quitaba el peinador que caía en la mesa del comedor sin un pelo y doblado.
- Muchacho con esto se puede rellenar una almohada – te decía mientras empezaba a limpiar los pelos del suelo del salón.
- ¿Cuanto le debo?
- Por ser para ti, doscientas pesetas.
Y allí se quedaba barriendo la barbería-comedor con aquel recogedor de madera y mango corto.
Hace años que ya murió Pepe, nadie me ha vuelto ha dejar esa línea perfecta que separaba el cuello del pelo de la nuca. Nadie me pregunta por mi novia coja, ni las peluquerías unisex me dan orozuz al marcharme.
Seguramente allí donde esté siga pelando y arreglando barbas, espero que entre sus clientes se encuentre mi padre, que siempre se reía con sus gracias y verborrea. Si, espero que dentro de mucho, vuelvo a verlo, además de dejar que me pele ‘a la raya’, lo primero que pienso preguntarle es:
- Pepe, por tus muertos, antes de que me preguntes por la coja, dime ¿En tú casa se comía todos los días puchero?