lunes, 29 de octubre de 2007

Click!

Click!.
El sonido del interruptor de la lámpara de pie era inconfundible. Al chasquido metálico siempre le acompañaba el leve tintinear de la cadenita. El rosario de diminutas esferas, golpeteaba durante unos instantes la vara torneada que culminaba en el casquillo que sujetaba la vieja bombilla.
Las marcas en la madera atestiguaban cuantas veces mi mano había encendido o apagado aquella luz. La luminaria dispone a media altura, de una pequeña repisa, a modo de bandeja, de la misma madera que rodea al vástago y que si no fuese por que no sujetaba ningún cirio, bien podía haber pasado por un artilugio para recoger la cera y que no cayese al suelo. Mesita que alojaba desde hacia una eternidad un cenicero y un mechero a juego que me regalaron un 19 de marzo mis hijos, una funda de gafas, un paquete de ducados y un bolígrafo.
Pero por increíble que pareciese, nadie la había encendido. El sonido donde realmente se había producido era en mi cabeza.
Las negras sombras comenzaron a deshilacharse, los espectros huyeron por los rincones y como si despertarse de una siesta, mis ojos volvieron a distinguir la luz amarillenta de aquel atardecer de otoño. Conozco esta sensación.
Se que durante un periodo de tiempo que no alcanzo a calcular, vuelvo al mundo de las personas. Soy consciente, aunque no consiga expresarlo, de que me encontro en mi casa, en mi ajado sofá, delante de mi televisión. Oigo, aunque no consigo de entender. Durante estos instantes a veces estoy solo, otras acompañado.
Hoy, cuando con un esfuerzo tremendo, consigo dirigir la mirada al sillón situado a mi izquierda y que formando un ángulo recto con el mío, flanquea la mesa camilla, puedo ver una cara conocida. Creo que es mi hijo, no sé exactamente cual de ellos. Sostiene mi mano y la acaricia suavemente. También me habla, pero no sé lo que dice. Es igual, su sonido me reconforta y la musicalidad de su voz me dice que me habla de forma tierna.
Intento devolverle lo que me está dando y aprieto los labios creyendo mostrar una sonrisa. Creo que lo he conseguido, por que su cara se ilumina y me devuelve el gesto. Con un pañuelo me limpia la comisura de los labios y alcanzo a percibir que sus ojos se humedecen.
A mi derecha una vocecilla, como una campanilla y una presión en mi otra mano, me llaman la atención. Con otro titánico movimiento de cabeza dirijo mis ojos a su origen. Una carita pequeña y de sonrisa desdentada me mira. Sé que no puede ser mi hija, por que es imposible que ronde estos cinco o seis años que ahora me observan, pero bien podría serlo. Es idéntica. Tampoco la entiendo, pero el roce de su mejilla en el huesudo reverso de mi mano y el beso que deja depositado antes de salir dando saltitos del salón me hacen sentir un leve escalofrío.
No sé cuanto tiempo hace de mi último periodo de consciencia, ni de su duración. Ignoro si fue hace un día, mes o año ni si duró un minuto o una hora. De lo que sí tengo consciencia es que esta enfermedad, con nombre de impronunciable médico alemán, cada día me deja menos rendijas de lucidez por las que colarme siquiera unos instantes.
El salón empieza a oscurecerse. Con el rabillo de ojo puedo ver como, brotando de las esquinas de la habitación, llegando desde el pasillo por el dintel de la puerta y tapando el agonizante sol que entra por la terraza, las quimeras, dragones y toda una legión de seres horribles se acercan para sumirme en su mundo de pesadillas.
Como en un final de una película de Buster Keaton, la oscuridad se va cerrando alrededor de la mano que reposa sobre la mía. Ignoro si volveré a despertar, aunque sean unos instantes. Espero que si así fuese, tenga la suerte de hoy. No estar solo.
Ya la negrura lo envuelve todo y mi último hilo de consciencia es para oír el terrible ruido cerebro desconectando.
Click!.