miércoles, 25 de mayo de 2011

Un elevador llamado deseo

Había bastantes cosas que le intimidaban. A pesar que tenía que tratar a diario con mucha gente, tomar decisiones y resolver conflictos, determinadas situaciones simples de la vida diaria le hacían sentirse incomodo. Cenar en el restaurante de un hotel, preguntar una dirección o subirse a un ascensor acompañado eran alguna de ellas.
Las dos primeras ya las había cubierto esa noche. Primero al preguntar en recepción, cuando llegó, donde había un cajero cerca. La chica de detrás del mostrador no lo sabía, pero rápidamente preguntó a sus compañeros que a su vez se acercaron deseosos de atenderle, no sin antes preguntar por que banco quería, que tipo de tarjeta iba a usar o hasta donde pensaba darse el paseo.
Mas tarde cenó solo en el desierto restaurante del hotel. No sabía que era peor, si que todas las esquinas estuviesen ocupadas, por lo él tendría que sentarse sintiéndose permanentemente triangulado por el resto de solitarios comensales que a diferencia suya habían llegado antes, ocupando los sitios estratégicos, o cenar solo con la consabida recomendación del camarero para que se sentase mejor allí o aquí que había mejor luz. Prefería las esquinas, con las espaldas bien cubiertas mientras hojeaba el periódico y esperaba la cena. Cenó sin prisas, no tenía nada que hacer, y se liquidó una botella de vino para ver si le ayudada a mitigar el tedio que le esperaba en su habitación.
Cuando ya creía que su cupo de desazón había sido cubierta, se dirigió al ascensor para comprobar con estupor que una mujer también lo esperaba. Nunca sabía que hacer o decir en los ascensores. Si iban medianamente llenos, con gruñir un saludo al entrar o al salir y pasar el trayecto mirando fijamente el indicador de plantas era suficiente. A veces notaba como la tensión podía cortarse en aquel habitáculo ocupado por personas deseosas que llegara su planta. Lo peor era cuando solo iba solo con otra persona. Aunque intentaba evitar el cruce de miradas, al final se cruzaban y tratando de ser cortés acababa murmurando algo referente al tiempo, al tráfico o insipideces por el estilo.
A pesar de aflojar el paso mientras se dirigía al ascensor, con la esperanza puesta en que ella se subiera y las puertas se cerrasen antes que el lo alcanzará, vio con resignación como ella al verlo llegar, bloqueo con su maletín la puerta mientras con una preciosa sonrisa lo esperaba para subirse. Era muy guapa. Rubia, algo mas baja que él a pesar de los tacones y vestida con un traje de chaqueta beige. Llevaba el pelo recogido con una coleta y además del maletín que le impidió librarse de subir acompañado, un bolso de mediano tamaño a juego con los zapatos. Le recordó un poco a Gwyneth Paltrow en el papel de Pepper, la secretaría de Tony Stark en Iron Man.
- Casi no lo coge !!! tintineo su voz cuando los dos entraron.
- Si, uff, menos mal, respondió antes de morderse la lengua por hacer un comentario tan estúpido.
Sus manos se tocaron cuando fueron a pulsar el botón de planta de su habitación.
- Ay disculpa, hemos sido los dos muy rápidos, dijo ella mientras sonreía, dale tú.
- No importa pulsa tu primero contestó dispuesto a lamentarse de nuevo por el ingenioso comentario.
Cuando pensó que no podía empeorar, mientras las puertas se cerraban, a ella se le cayó el teléfono móvil mientras rebuscaba algo en el bolso. Al mismo tiempo los dos se agacharon para cogerlo. Durante un instante eterno, él mantuvo su mano sobre la suya que ya había alcanzado el móvil. Al unísono, de nuevo, ambos levantaron la cabeza. Sus rostros rozándose se mantuvieron otra eternidad inmóviles uno frente al otro. Ella olía a un suave perfume con tonos cítricos y al carmín de sus labios. Llevado quizás por la suave embriaguez del aroma y, por que no decirlo, de la botella de rioja de la cena, sin proponérselo la beso suavemente atrapando con sus labios el labio inferior de ella. Ella cerró los ojos y le devolvió el beso embadurnando de rojo los de él.
Se incorporaron sin separar sus bocas y mutuamente se asieron por el cuello y cintura. No sabía cuanto tiempo transcurrió mientras se besaban y acariciaban con deseo. Cuando finalmente se separaron, ambos tenían las mejillas sonrojadas y los labios húmedos. Las puertas estaban abiertas y ella miro el indicador de la planta. Le despidió con un buenas noches y con un suave beso en la boca.
El ascensor volvió a regresar a la planta baja, no sin antes subir a su planta, sin que él fuese capaz de reaccionar. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor se puso en movimiento de nuevo, pulsó e botón de su planta. La subida se detuvo en la planta donde el ángel se había apeado. Las puertas se abrieron y ella estaba allí, todavía con la cara azorada.
- Hola, es que se me había olvidado el móvil, susurró con una risita, mientra lo recogía del suelo para después salir.
El gran atónito no fue capaz de articular palabra, aunque movió inapreciablemente su boca. Cuando las puertas volvían a cerrarse, de nuevo el maletín apareció por la rendija, haciendo que las puertas retrocediesen e impidiendo que el ascensor siguiese su curso. Sin mediar esta vez palabra, ella entró, lo tomó suavemente de la mano y lo condujo hasta su habitación.

martes, 17 de mayo de 2011

Chatarra

Qué mala suerte.
Era un buen viaje el que llevaba a la chatarrería, el último del día. Una lavadora y varios kilos de chapa de estantería de la tienda que llevaba varios días acechando, al ver que andaban de reforma. También algunas cosillas más pequeñas. Por lo menos diez o doce euros.
Ya ni recordaba los años que llevaba con su vieja carretilla de mano recorriendo los barrios. Otros usaban carritos de la compra de los hiper, pero el prefería su carretilla. Aunque con el paso de los años se le hacía pesado levantar la carga, era mucho mejor que dejarse los riñones empujando. Y mucho mas manejable.
No recordaba su edad, ni el día de su cumpleaños, tampoco si alguna vez lo supo. Su hermana decía que sesenta y pico. Su hermana, que buena era. Si no hubiese sido por ella no hubiera podido criar a sus dos hijos. Hacía mucho que no los veía. Antes, aprovechaba cuando no estaban con su tía para llevarles el dinero que conseguía con la chatarra. Estaba orgulloso de ellos. Ahora que eran mayores y vivían por su cuenta, seguía enviándoles dinero. Curro, el párroco le ayudaba con eso de los ingresos y de los bancos, él apenas sabía leer. Ellos creían que era de un fondo o algo así le, habían contado. Algo que les había dejado su padre, que murió siendo marino mercante. Lo del marino fue idea suya, siempre le hizo ilusión navegar por los mares, como veía en las películas del cine de verano, encaramado a un árbol. A pesar de no haber visto el mar con sus propios ojos.
Cuando su mujer estaba muriéndose, le pidió que cuidara de los niños. Nunca faltó a la palabra que le dio, mientras ella daba un último suspiro en su chabola. No solo hizo eso, si no que le pidió a su hermana que los cuidara mientras el trabajaba. Ellos vivían en un piso, humilde pero casa al fin y al cabo, y no tenían hijos. Su cuñado, un albañil con cara de pocos amigos pero que se veía quería a la Mari, al principio no se le veía muy conforme. Después, cuando vio que todas las semanas les dejaba el dinero que sacaba vendiendo todo aquello que cabía en su carretilla, llegó a decirle que se quedase con algo mas para él, que se le veía desmejorado.
No era su sustento a base de bocadillos de mortadela y botellines lo que le consumía. Era el recuerdo de su Juana y de su frenética actividad para que no les faltase de nada a los niños. A veces el de la chatarrería le decía:
- Manuel, das mas viajes que el tranvía - mientras le pesaba la carga en la desvencijada balanza - ¿esto no será robado?
- Antes muerto, palabra de gitano - respondía siempre. Y era verdad. Antes muerto que llevar dinero robado a sus hijos.
Los vio crecer desde lejos. Desde detrás de un contenedor cuando iban al colegio o en el fondo de la parroquia cuando hicieron la comunión. Con lágrimas en los ojos pensó que eso era mejor a que supieran quien era él en realidad. Un chatarrero, un trapero, como fue su padre.
Qué mala suerte, tenía que haber mirado bien antes cruzar de noche esa carretera. Fueron las prisas para que no le cerrase la chatarrería.

Manuel miró a su pobre carretilla abollada y destrozada por el impacto, mientras los ocupantes de aquella reluciente ambulancia con un enorme 112 pintado en el lateral intentaban salvarle en el arcén.

Y cerró los ojos.
Y navegó.