lunes, 1 de febrero de 2010

Pensionista


Encendió su segundo Ducados. Los tenía contados para poder llegar con un paquete toda la semana.
Dos por la mañana y dos por la tarde. Como los sábados y los domingos no salía de la residencia, tenía suficiente.
Además, acumulaba un pequeño stock de los sobrantes de los días de fiesta que no abría El Corte Inglés. Esos los utilizaba para alguno a escondidas o para los pocos días festivos o domingos que los grandes almacenes abrían.
La mañana había sido como cualquier otra.
Después del desayuno, a cualquier cosa llamaban esos "desayuno", se preparó para salir. Su silla de ruedas, sus bolsillos llenos con el tabaco, el mechero y el pañuelo de hilo con sus iniciales. Todavía le duraban de su ajuar de novio, el que su madre le preparó con mimo hace ya demasiados años. Era lo único que le quedaba. Los calzoncillos, las camisetas de tirantes, los dos pijamas y el surtido de calcetines hacía años que habían pasado a mejor vida. Pero aquellos pañuelos, con aquellas letras primorosamente bordadas, todavía aguantaban. El mismo los lavaba a mano en el lavabo de la diminuta habitación, los secaba en un pequeño cordel que colgaba de los barrotes de su ventana y cuando estaban secos los doblaba con precisión milimétrica y los dejaba debajo de una pila de libros de su mesita. No iba a consentir que aquellas bestias pardas que se autodenominaban "lavanderas" los tocasen.
Aquel ajuar nunca llegó a cumplir su cometido. Su novia, semanas antes de la boda en el pueblo, se fue con un músico. Uno que llego junto con la orquesta contratada por el ayuntamiento para las fiestas patronales. Después de aquello el también se marchó y nunca regresó. Y nunca fue ya el mismo.
Colgada de un lateral de la silla de ruedas llevaba una pequeña bolsa de tela que, a modo de zurrón, le servía para llevar el resto de la intendencia. Una botella con café que a hurtadillas, junto con algún bollo, lácteo o fruta, llenaba en el desayuno, algún crucigrama recortado de los periódicos (tenía aguantar los gritos del resto de viejos cuando hacía esto, pero a el le importaba un carajo sus lastimeras quejas), un lápiz, una goma, las gafas, una pequeña radio con auriculares y la botella para orinar. Esto último era lo que mas le jodía a los de la tienda.
¡Que les den por culo!. Cuando empezaron a ponerle pegas por que entraba al servicio de minusválidos, durante largo rato, inutilizando para los clientes, le dijo que se metieran el servicio por donde les entrase. A partir de entonces, igual que se salía para fumarse sus cuatro cigarritos, o para tomar un sorbo de café con algo sólido a la puerta (muy lejos no, casi con la rueda dentro. Que en invierno le llegaba la calefacción y en verano el aire acondicionado), se sacaba la polla y meaba en la botella transparente. La segunda vez que hizo eso, salió el gerente de la planta para decirle que usara los servicios, pero que por Dios, no se pusiese así en la misma puerta. Hasta el director del centro intentó convencerlo. ¡Y un carajo!. No querían que dejase de usar los servicios, pues eso es lo que había.
Terminó de dar la última calada al cigarrito y mientras lo apagaba en el cenicero, desbloqueo la silla y se dispuso a entrar de nuevo. La verdad es que no necesitaba demasiado la silla, pero así lo llevaba todo puesto. No tenía fuerzas para estar todo el día de pie o dando paseos y aquello era más cómodo que cargar con una sillita plegable o similar. Se dirigió al interior ignorando las quejas de público que entraba o salía y cuyos tobillos o pantorrillas golpeaba con su vehículo. Los de seguridad y las dependientas ya ni siquiera lo miraban, pero en aquella ocasión pudo escuchar el comentario de un jovencito enchaquetado.

- Joder ya está otra vez el hijo puta del viejo...
El se volvió con rapidez y de dirigió al vendedor.
- Yo me cago en todos tus muertos y como se te ocurra mentar a mi madre otra vez, te vacío la botella de meaos encima del traje. Cabrón. !!!!
- Déjalo, mejor no hacerle caso, ya te acostumbrarás... le dijo otro enchaquetado al jovenzuelo, mientras lo cogía del brazo y se lo llevaba.

Prosiguió su rodar por la sección de perfumería y se dirigió a la parte de la librería. Tenía grandes escaparates a la calle y era uno de sus lugares favoritos. Podía leer los libros que por allí había, hacer crucigramas, oír la radio o ver pasar a la gente. A veces miraba a la atareada multitud que pasaba por detrás del cristal intentado descubrir el rostro de ella. Después de 50 años no sabía si todavía viviría o que aspecto tenía, pero le gustaba imaginar que aquella señora, elegante y guapa a pesar de la edad, que pasaba fuese ella.

Se acomodó en su rincón, sacó la radio y se dispuso a pasar lo que restaba de tarde hasta las 7, hora límite en la residencia para regresar, por si hoy tuviese la suerte de encontrarla.