lunes, 21 de julio de 2008

La oca

Y tiro por que me toca. Eso estaría bien si no fuese por que él era el único, el solitario jugador de aquella mano.
Llevaba jugando varios días, dos semanas más o menos, a aquella variante del juego ideado por el mismo.
El tablero la red de carreteras, cada casilla 100 kilómetros, su ficha, de color azul, era su propio coche. Lo único que conservaba la función del juego original era el dado.
Aquella mañana que empezó a jugar, lo hizo por casualidad. Cuando llegó al trabajo, un tedioso lunes más, fue a sacar del maletero su portafolios. Al abrirlo, se encontró el juego magnético con el que sus hijos, el día anterior, habían amenizado la escapada a la playa. Lo miró durante unos instantes y vio su vida reflejada en aquellos dibujos.
El puente.... y me lleva la corriente. El pozo, de su melancolía, la cárcel, de su gris existencia. Hasta el laberinto le era familiar.
Tomó el dado de su compartimiento y lo lanzó. Un tres, el pescador.

No se lo pensó, regresó al coche se subió y puso el cuenta kilómetros a cero.
Trescientos mil metros más tarde, en un paraje solitario, detuvo el vehículo en el arcén y volvió a lanzar el dado, no sin antes reiniciar el marcador parcial. Un cinco, la casilla del cocinero. Horas después, cansado y habiendo completado los quinientos kilómetros que marcaba el display, se detuvo y durmió.
Y siguió jugando. Un día y otro.
Ignoraba en que lugar se encontraba ahora. Hacía días que había abandonado el mapa y se dejaba llevar por la serpenteante cinta de asfalto, tomando cruces y desviaciones al azar. Estaba ya cerca del final, en la casilla 57 donde un jardinero regaba unas plantas. Tiró el dado sobre el tablero que descansaba en el asiento del copiloto. Justo al lado estaba su móvil, desde hacía varios días, apagado.
Un uno. Casilla 58. La muerte. Cien kilómetros.
Dirigió la mirada hacia el paraje montañoso que se extendía delante de él desde aquel mirador, donde había pasado la noche. Arrancó y se dispuso a recorrer aquella distancia.
Tenía que estar atento para que cuando la centena llegase al marcador, dar por finalizado su viaje.
Aunque en el juego original representaba volver a comenzar la partida, él no estaba dispuesto a pasar otra vez por las mismas casillas que durante aquellos años había ido dejando atrás.
Encendió un cigarrillo y con la ventanilla bajada condujo lentamente mientras el aire, todavía fresco del amanecer que despuntaba a su izquierda, acariciaba su cara. Puso la radio, el CD lleno de MP3 que siempre le acompañaba reprodujo al azar una canción. Hotel California de los Eagles comenzó a sonar.
Por primera vez en varios días una sonrisa acudió a su boca. Dio una profunda calada y tarareó.
On a dark desert highway,
cool wind in my hair

No, se repitió, aquella sería su última tirada. Y empujó suavemente el acelerador.