lunes, 3 de mayo de 2010

Enséñame. (Ella)

Deseo poder distinguir por su acidez o por la textura de la piel de una ciruela, donde fue cosechada.
Envidio no poder levantar edificaciones que persistan al paso del tiempo y que mis hijos puedan contemplar.
Quisiera poder contar historias, como la de tu padre, que trabajó el hierro hasta forjar enredaderas como las que adornan los balcones de La Pedrera.
Me gustaría tener tu capacidad de asombro y fascinación, como la de un chiquillo, cuando vamos a ver la última de Woody Allen.

Todo esto y mucho mas se agolpó en su garganta. Como en otras ocasiones, cuando él la dejaba en la puerta de casa.
También, como en otras ocasiones, solo fue capaz de besar su mejilla cuando se despedían.

Cuando llegó a su piso, se quedo mirando por la ventana, con las luces apagadas, para ver como él apuraba su cigarrillo y se marchaba.
Como iba él a querer estar con ella. Ella que no sabía distinguir el canto de un jilguero del de un canario, ella que no era capaz de orientarse tras caminar durante horas hasta llegar a aquel collado desde donde se veía caer el sol sobre los álamos junto al río, ella que era incapaz de recordar un chiste y mucho menos contarlo con la frescura con que el lo hacía.
Aún así, él se acordaba de llamarla de vez en cuando para dar una vuelta y eso le bastaba.
A pesar de que cada encuentro era como navegar con la suave brisa de la tarde en un silencioso velero, para sumirse al llegar a su casa en la melancolía, deseó ser capaz de rogarle que le dejase entrar y compartir su maravilloso universo.
Aunque lo mas seguro es que volviese a enmudecer y solo lograse, comentar estúpidamente, lo interesante de lo último de García Montero.

Enséñame.(Él)

Me gustaría ser capaz de saborear a Murakami y descubrir su deliciosa prosa y debilidad por los gatos.
Anhelo que me descubras como vibrar hasta mi última fibra escuchando So What de Miles David.
Necesito poder encontrar el sabor del roble nuevo entre las burbujas de un Taittinger en mi boca.
Aguardo con impaciencia, contemplar la escultura de Roy Lichtenstein y experimentar la fascinación por sus pinceladas hechas cerámica ...

Todo esto y mucho mas se agolpó en su garganta. Como en otras ocasiones, cuando la despedía en la puerta de su casa.
También, como en otras ocasiones, habló torpemente.
- Espero que te haya gustado el partido de baloncesto y la flauta de pollo ...
- Me ha encantado. Gracias por todo.

Y dicho esto ella depositó un mullido beso en su mejilla, perfumada tan solo con unas gotas de loción Floyd.

El se quedó un rato apoyado en un coche en la puerta de su casa. Cuando terminó su Ducados, se metió las manos en los bolsillos y maldiciendo su suerte se marchó calle abajo solo acompañado por sus pensamientos.
No, ella nunca querría estar con él. Un tipo que lo mas refinado que había hecho en su vida era vestirse de marinero para su comunión, un tipo que cuando la vio usar con precisión cuchillo y tenedor para pelar una naranja, observó con desazón los trozos de piel de la suya arrancados a jirones en su plato, un tipo que de lo único que sabía era de ladrillos, cemento y plomada.
A pesar de todo ella accedía a verlo de vez en cuando y eso a él le bastaba.
Aunque sabía que cada encuentro era como una montaña rusa y que, como ahora mismo, el vértigo dejaba paso a la mas profunda de las tristezas, pensó que quizás la próxima vez sería capaz de pedirle que le enseñase a apreciar su mundo.
Aunque lo mas seguro es que volviese a enmudecer y solo lograse comentar, balbuceando, lo bueno que estaba el postre.

lunes, 1 de febrero de 2010

Pensionista


Encendió su segundo Ducados. Los tenía contados para poder llegar con un paquete toda la semana.
Dos por la mañana y dos por la tarde. Como los sábados y los domingos no salía de la residencia, tenía suficiente.
Además, acumulaba un pequeño stock de los sobrantes de los días de fiesta que no abría El Corte Inglés. Esos los utilizaba para alguno a escondidas o para los pocos días festivos o domingos que los grandes almacenes abrían.
La mañana había sido como cualquier otra.
Después del desayuno, a cualquier cosa llamaban esos "desayuno", se preparó para salir. Su silla de ruedas, sus bolsillos llenos con el tabaco, el mechero y el pañuelo de hilo con sus iniciales. Todavía le duraban de su ajuar de novio, el que su madre le preparó con mimo hace ya demasiados años. Era lo único que le quedaba. Los calzoncillos, las camisetas de tirantes, los dos pijamas y el surtido de calcetines hacía años que habían pasado a mejor vida. Pero aquellos pañuelos, con aquellas letras primorosamente bordadas, todavía aguantaban. El mismo los lavaba a mano en el lavabo de la diminuta habitación, los secaba en un pequeño cordel que colgaba de los barrotes de su ventana y cuando estaban secos los doblaba con precisión milimétrica y los dejaba debajo de una pila de libros de su mesita. No iba a consentir que aquellas bestias pardas que se autodenominaban "lavanderas" los tocasen.
Aquel ajuar nunca llegó a cumplir su cometido. Su novia, semanas antes de la boda en el pueblo, se fue con un músico. Uno que llego junto con la orquesta contratada por el ayuntamiento para las fiestas patronales. Después de aquello el también se marchó y nunca regresó. Y nunca fue ya el mismo.
Colgada de un lateral de la silla de ruedas llevaba una pequeña bolsa de tela que, a modo de zurrón, le servía para llevar el resto de la intendencia. Una botella con café que a hurtadillas, junto con algún bollo, lácteo o fruta, llenaba en el desayuno, algún crucigrama recortado de los periódicos (tenía aguantar los gritos del resto de viejos cuando hacía esto, pero a el le importaba un carajo sus lastimeras quejas), un lápiz, una goma, las gafas, una pequeña radio con auriculares y la botella para orinar. Esto último era lo que mas le jodía a los de la tienda.
¡Que les den por culo!. Cuando empezaron a ponerle pegas por que entraba al servicio de minusválidos, durante largo rato, inutilizando para los clientes, le dijo que se metieran el servicio por donde les entrase. A partir de entonces, igual que se salía para fumarse sus cuatro cigarritos, o para tomar un sorbo de café con algo sólido a la puerta (muy lejos no, casi con la rueda dentro. Que en invierno le llegaba la calefacción y en verano el aire acondicionado), se sacaba la polla y meaba en la botella transparente. La segunda vez que hizo eso, salió el gerente de la planta para decirle que usara los servicios, pero que por Dios, no se pusiese así en la misma puerta. Hasta el director del centro intentó convencerlo. ¡Y un carajo!. No querían que dejase de usar los servicios, pues eso es lo que había.
Terminó de dar la última calada al cigarrito y mientras lo apagaba en el cenicero, desbloqueo la silla y se dispuso a entrar de nuevo. La verdad es que no necesitaba demasiado la silla, pero así lo llevaba todo puesto. No tenía fuerzas para estar todo el día de pie o dando paseos y aquello era más cómodo que cargar con una sillita plegable o similar. Se dirigió al interior ignorando las quejas de público que entraba o salía y cuyos tobillos o pantorrillas golpeaba con su vehículo. Los de seguridad y las dependientas ya ni siquiera lo miraban, pero en aquella ocasión pudo escuchar el comentario de un jovencito enchaquetado.

- Joder ya está otra vez el hijo puta del viejo...
El se volvió con rapidez y de dirigió al vendedor.
- Yo me cago en todos tus muertos y como se te ocurra mentar a mi madre otra vez, te vacío la botella de meaos encima del traje. Cabrón. !!!!
- Déjalo, mejor no hacerle caso, ya te acostumbrarás... le dijo otro enchaquetado al jovenzuelo, mientras lo cogía del brazo y se lo llevaba.

Prosiguió su rodar por la sección de perfumería y se dirigió a la parte de la librería. Tenía grandes escaparates a la calle y era uno de sus lugares favoritos. Podía leer los libros que por allí había, hacer crucigramas, oír la radio o ver pasar a la gente. A veces miraba a la atareada multitud que pasaba por detrás del cristal intentado descubrir el rostro de ella. Después de 50 años no sabía si todavía viviría o que aspecto tenía, pero le gustaba imaginar que aquella señora, elegante y guapa a pesar de la edad, que pasaba fuese ella.

Se acomodó en su rincón, sacó la radio y se dispuso a pasar lo que restaba de tarde hasta las 7, hora límite en la residencia para regresar, por si hoy tuviese la suerte de encontrarla.