martes, 21 de noviembre de 2006

Tarde


Soltó el rastrillo, descansándolo sobre el hombro, con el dorso de la mano apartó las gotas de sudor que corrían desde su frente buscando las mejillas. Se llevó los puños a sus caderas y miró fijamente el montón de vegetación seca que ardía.
Escucho el crepitar de las llamas.
Sintió el humo que llegaba a su cara.
Notó el humo en su garganta.
No había sido fácil cortar, arrancar y amontonar toda la mala hierba que durante años se había ido acumulando en el jardín.
Recordó las veces que se había limitado a mirar como trepaban las hojas pardas y crecían las púas. Recordó las veces que se acercó y agarró la maleza clavándose sus espinas, abriéndose la piel. No era el consuelo lo que buscaba entre la ponzoña, era el dolor, castigo por su indiferencia.
No había sido capaz de mantener limpio su pequeño parque lleno de alegres flores y frutales. Se había limitado a mirar por los cristales como las alimañas lo destrozaban, incapaz de salir y luchar por sus flores y jilgueros.
Ahora, contemplando aquella pira sabía que quizás había llegado a tiempo de evitar que se perdiera para siempre su pequeño edén de la parte trasera. Apoyó el apero en el dintel de la puerta y entró.
Ahora, contemplando las fotos y los viejos vídeos en el solitario salón de su casa, sabía que hacía tiempo que había perdido su otro paraíso.
Pasó las yemas de los dedos por encima de una, ya desgastada, foto.
Recorrió una cara sonriente de un niño con gorra, las coletas de una pequeñaja que siempre salía con los ojos cerrados, la sonrisa de la mujer más bella del mundo.
Se acurrucó, cerró los ojos, miró al techo, media lagrima intento deslizarse hacia el brazo del sofá.
Se llevó la foto al pecho y esperó que llegara el sueño. Sabía que tardaría en llegar lo suficiente como para desear no volver a despertar.

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