jueves, 3 de enero de 2008

Ausencia

Dunas, valles y cordilleras. Esa era la visión que me ofrecían las sábanas de la cama.
El hecho de que estuviese medio dormido y con la cara parcialmente hundida en la almohada, también ayudaba a que semejante orografía apareciese ante mí.
Lo que más me atraía de aquellas arrugas, es que, en algún momento, se formaron no por las imponentes fuerzas tectónicas de las entrañas de la tierra, si no por la suave y cálida piel de mi amada.
Imaginaba que aquella cresta del fondo, cerca del precipicio que era el borde del lecho, surgió cuando sus muslos resbalaban para dejarse caer al suelo, cuando ya clareaba.
En cambio esos hermosos cráteres gemelos del centro del páramo, no podían ser otra cosa que el molde de su trasero. Más cerca de mí, próximas a la atalaya desde donde con los ojos entrecerrados observaba, se alzan una sucesión de olas de raso. Estelas dejadas por las quillas de sus pechos al acurrucarse, por última vez, durante la madrugada.
Y así recorrí toda superficie de aquel extraño, pero aun tibio, planeta.
Con perezoso giro abandoné el mirador, enderezando la cabeza a la par que esta arrastraba el resto de mi entumecido cuerpo. Y quedé boca arriba. Y un nuevo accidente geográfico surgió bajo los lienzos, formando la inconfundible silueta del Everest. Lo miré mejor. Está bien, quizás solo fuese el Teide.
Y noté su ausencia.
Y desee que se encontrase allí para que, como ella solo sabía, volviese a coronar aquella cumbre.
No sé si sería capaz de soportar ese vacío. Miré el reloj, habían pasado diez minutos desde que ella decidió que me iba a traer churros, para desayunar en la cama. La intenté convencer de que yo a quien me quería desayunar era a ella. Que moriría de añoranza antes de que le diese tiempo a regresar. Pero es tozuda. Y se fue.
Creo que he escuchado el portal de abajo cerrarse. Aguzo el oído y me parece distinguir su taconeo por el portal.
Ojalá no tomé el ascensor y suba al trote por las escaleras. Dos plantas nos separan. No soportaría los treinta segundos de retraso que supondría la espera del perezoso elevador.
Clac, clac, clac, clac, clac. ¡Bravo! viene subiendo.
Estiro el brazo y aliso el mapa que formó mi diosa. En breves segundos dibujará con su cuerpo un nuevo y sorprendente paisaje.
Y yo seré el primero en hollarlo.

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