martes, 26 de diciembre de 2006

Forever

1.- Inés
Había dejado de llover en aquel cementerio victoriano y mi mirada se perdía por el camposanto londinense. Expresión vacía y el cuello del chaquetón subido. El agua todavía goteaba por mi rostro. Cualquiera que se hubiese fijado en mí, aseguraría que mis ojos podían penetrar aquellos panteones de piedra de Highgate.
Todo había transcurrido muy rápido y, mientras el sepelio discurría, comencé a poner en orden los acontecimientos que me habían llevado hasta aquella gris mañana.
¡Dos días parecían una eternidad! Juraría que habían transcurrido un millón de años desde que hablé con Inés.
Inés era ese tipo de mujer que parecía empeñada en ser el nexo de unión de aquel grupo de adolescentes que años atrás habían compartido mucho más que algunas horas escuchando música, hablando, riendo, viviendo….
Era la única que se mantenía en contacto, más o menos constante con todos, y que dada su vitalidad y ganas de hablar los mantenía informados de la vida de los demás. El que tuviese una floristería ayudaba a que esto fuera así. Siempre había algún aniversario, cumpleaños o celebración propicia para comprar un ramo o cualquiera de aquellas maravillosas composiciones florales que salían de sus manos.
Aquella mañana me había acercado a encargar un ramo de flores para una compañera de trabajo que había tenido un niño. Cada vez que ocurría un acontecimiento de aquella índole, me ofrecía a ir a encargarlo. Los compañeros se extrañaban que me empeñase en ir a elegirlo en lugar de hacerlo por teléfono. Aducía que prefería escogerlo personalmente, vete a saber lo que enviaban si lo dejábamos en manos de la floristería. La verdad era otra.
Con Inés me ponía al día de cómo le iba al resto de la peña. Aunque a algunos los veía más o menos a menudo, con un buen puñado sólo tenía contacto a través de ella.
Como siempre que llegaba a su tienda, lo primero que hacía Inés era estamparme dos besos y un fuerte abrazo. Acto seguido, y con el desparpajo que la caracterizaba, decía:
– ¡¡¡Vamos!!!, cierro la tienda, me invitas a un café y te pongo al día si tú me cuentas tus novedades; y después preparamos el encargo.

Todo esto lo decía sin parar de corretear por la floristería, cogiendo llaves, apagando luces o despachando a los clientes que estuviesen en ese momento.
¡¡¡Venga!!! Ve contando por el camino tus novedades y después con el cafetito por delante te cuento yo.

Como siempre yo no tenía nada que contar, pero fiel al rito le resumía mi vida desde el último encuentro y, si había tenido contacto con otros, también lo incluía para alimentar su enorme base de datos.
– Bueno, ahora me toca a mí…

Y en lo que dura un café, te contaba vida y milagros suyos y del resto. Aquel día cuando ya creía que había terminado, y yo ya jugueteaba con la cuchara y el azúcar en el fondo de mi taza, cambió el gesto y su tono de voz y dijo:
No te vas a creer lo que me enteré ayer mismo…

Me quedé mirándola fijamente. En aquellos años nunca la había escuchado hablarme de esa manera.
– ¿Qué ha pasado? – pregunté, presintiendo una mala noticia.
No sabía si contártelo. Aunque tú en todos estos años no lo has mencionado, sé que aún la quieres y que cada vez que te contaba alguna noticia suya tus ojos cobraban un brillo especial y tu gesto abandonaba el eterno enfado que siempre tienes marcado en la frente.
– ¿Me lo vas a contar de una vez?
Ya sabes que de ella es de quien siempre tengo menos noticias, por aquello de vivir en Londres. Como no sea que nos llamemos o nos enviemos un correíto, aquí no va a venir a comprarme flores.

Apuró el café y, sin dejar de mirar la taza ni levantar la cabeza, continuó.

Hacía ya varios meses, un año diría yo, que no tenía noticias suyas. Le envié algún correo por su cumple e intenté hablar con ella por navidades, pero no lo conseguí. El martes me encontré con su hermano y su mujer, venían del pediatra con la niña y pasaron por la puerta de la ‘flori’ (así la llamaba ella) mientras yo estaba fuera fumándome un cigarrito.

Como un resorte sacó del bolso un paquete de tabaco, cogió un cigarrillo, se lo llevó a los labios y, mirando un cartelito de ‘Prohibido fumar’, volvió a arrojarlo todo al fondo del bolso, mechero incluido.

– ¡Mierda! – gritó –. Está muy enferma, no tiene curación y le quedan pocos días de vida. Su hermano ha intentado irse a Londres pero su situación económica, laboral y familiar se lo impide. Estaba realmente destrozado.

Se volvió hacia el bolso y metió prácticamente la cabeza en él buscando un pañuelo. Estaba llorando.

Yo hacía unos segundos que había dejado de escuchar con atención lo que me decía. Sólo recuerdo que le pedí el teléfono del hermano. La cafetería se había teñido de una tonalidad amarillenta-rojiza y sólo veía mis propias manos aferradas a la taza de mi café.

2.- Rocío
¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que había visto a Rocío? ¿Doce? ¿Quince? La última vez lo que era seguro es que yo seguía soltero. Ella había venido a pasar unos días a España porque tenía a su padre enfermo. Pocos años después moriría el hombre. Ya era una neuróloga de éxito. Siempre consiguió las metas que se propuso. No dudó un instante en marcharse a Londres cuando le salió una oportunidad de médico residente en un hospital de poco prestigio.
Todos le dijimos que aquí tenía muchas oportunidades de prosperar. No sólo era brillante en todo lo que se proponía, era buena persona y sin duda la mujer más guapa que he visto. Cuando fui a despedirla al aeropuerto me encontré que Inés, cómo no, y yo éramos los únicos que habíamos ido. Al resto le había sido imposible acercarse. Cuando se marchó por la zona de embarque con aquella sonrisa en la cara le dije: – Que se preparen los ingleses; que vas para allá. – Ella me miró, me lanzó un beso, me guiñó y se dio media vuelta. Me dieron ganas de salir corriendo detrás y seguirla hasta el fin del mundo. Fui cobarde, sensato me dijo Inés. Me quedé mirando la puerta por la que se acababa de ir.

Efectivamente, los ingleses se rindieron a toda ella, a su brillante cerebro, a su simpatía, a su sonrisa… Cambió de hospitales, puestos, casas, jefes hasta ser la directora de un servicio en el Hospital Nacional para Neurología y Neurocirugía. Uno de los más afamados centros mundiales en esta especialidad.

Esa misma tarde logré contactar con su hermano. Me hablaba entre susurros y llantos. No, no podía volar junto a su hermana. Cuando me ofrecí a pagarle el viaje, me mostró su sincero agradecimiento, pero le era imposible. Le pedí su dirección en Londres, – Si la ves, por favor, dile que la quiero mucho – y me colgó. Debía tener problemas serios en su casa.
Decidí darme quince minutos, para pensar qué debía hacer. Me sobraron catorce. La tarde fue frenética. Llamé a una amiga que tenía en una agencia de viajes y le dije que necesitaba vuelo y alojamiento en Londres lo antes posible. – Déjame quince minutos y te digo algo -. Diez minutos después me estaba preguntando por la dirección de correo electrónico a la que me enviaba la documentación. Tenía el vuelo para esta noche, tres noches de hotel y la vuelta abierta.
- ¿No vas a preguntarme por qué tengo tanta urgencia?, le dije.
- En todos estos años, nunca me has pedido un favor. De la forma que me lo has pedido hoy lo único que se me ocurre es desearte que vuelvas pronto. Un beso.

Y también me colgó. Las mujeres tienen ese inexplicable sexto sentido capaz de captar por el tono con el que se dice una simple frase toda la carga emocional que esconde.

Me despedí de la gente de la oficina y dije que me tomaba la semana. Todos me miraron y asintieron con expresión de no sabemos lo que te pasa pero sea lo que sea estamos contigo.
Llegué a casa y nada más verme la cara la pregunta de ella fue obvia.
– ¿Qué te pasa? – Le conté todo, desde mi conversación con Inés.
Vengo a hacer la maleta y salgo para el aeropuerto, el avión sale en un par de horas.

Hice la maleta en unos minutos, me despedí de los niños y abrí la puerta del piso.
¿Volverás?

Vi cómo tenía los ojos inundados de lágrimas. Le di un beso en la frente y sin contestar desaparecí dentro del ascensor. Cuatro horas después estaba aterrizando en Londres. Bueno, en realidad en Gatwick y de ahí en taxi a casa de Rocío.

Estaba parado en su puerta desde hacía un rato, sabía que había alguien en casa. Me había pasado otro rato en la acera de enfrente, donde me dejó el taxi. Desde la calle se veía luz en una ventana y en un par de ocasiones en otra habitación se habían encendido y apagado luces.

Por fin llamé al timbre. Fue una llamada corta pero resonó en todo el amplio recibidor de aquella planta de apartamentos de lujo.
Pasaron unos instantes, no sé si segundos o minutos. Escuché como alguien me observaba por la mirilla. Se abrió la puerta y apareció una chica morena, de rasgos hindúes y vestida con un sari casi blanco con una banda ancha marrón claro. Su cara era toda sorpresa. Me miraba con los ojos muy abiertos y muy negros. Los labios ligeramente entreabiertos mostraban una hilera de pequeños dientes muy blancos. Justo cuando iba a preguntarle si allí vivía Rocío se abalanzó hacia mí, me abrazo colgándose de mi cuello y rompió a llorar y a hablar. Entre mi nefasto inglés y que no estaba seguro que ese fuese el idioma que estaba escuchando, no me estaba enterando de nada. Se descolgó de mi cuello, me tomó de la mano y tiró de mí hacia adentro.
Me condujo por el apartamento, por llamarlo de alguna manera, ya me gustaría que fuese así mi piso, y me hizo pasar a lo que parecía el dormitorio principal. La estancia era amplia, pintada de un color naranja claro. Decoración simple: Cortinas, algún cuadro impresionista, un escritorio en un rincón, lleno de medicinas, la puerta de lo que después supe que era un vestidor, la puerta del baño y una cama. Era una cama grande con cabecero de hierro forjado y con dos mesitas a cada lado, con lámparas estilizadas en ellas. En el centro de la cama estaba ella. Acostada y levemente incorporada con un almohadón. La contemplé mientras la chica se acercaba y le hablaba al oído. Ni sus cuarenta y tantos años, ni su fatal enfermedad habían mermado su belleza. Piel clara, casi transparente, ojos verdes inmensos, pelo castaño, largo y salvaje cayendo por sus hombros.
Abre los ojos, mira a quien le habla, me mira a mí, abre la boca y de su garganta sale un hilo de voz.
- Cuánto has tardado, mi vida. - Su boca dibuja ahora una sonrisa. Me acerco a la cama, me siento y tomo su helada mano.
- Había mucho tráfico - le susurré.
Me inclino sobre ella y beso sus labios. A pesar de la frialdad de su piel, me queman. Me separo, vuelve a sonreír, esta vez como nunca la había visto. Así sonreirán los ángeles. Su rostro se relaja, su mano se afloja, su vida abandona su cuerpo. La chica hindú se abraza a ella. Yo salgo disparado hacia una puerta. Es la del vestidor. Me desplomo sobre el peinador y reparo en una foto grande, en un marco de color verde envejecido. Me reconozco en la foto con muchos años menos. Estoy en la playa, sobre una toalla, con cara de payaso y un cigarro en la boca. Encima de mí está ella sentada, en plena carcajada. Era la época en la que le dio por llamarme su ‘pollito’. Entonces entendí la reacción de la chica al verme en la puerta; sabía quien era yo. Tomo la foto, me acurruco en aquel pequeño sillón y me pongo a llorar.

3. Para siempre
Durante esa noche y la mañana siguiente estuve sentado a un lado de la cama. En una silla y agarrado a su inerte mano y encorvado sobre el lecho. Gayatri, así se llamaba la muchacha hindú, se pasó todo el tiempo llamando por teléfono, cogiendo llamadas, atendiendo a los de la funeraria… Era más que una asistenta o incluso una secretaría personal. Rocío seguramente la habría conquistado como a todo aquel que se le acercaba. Varias veces me ofreció una taza de té y en cada ocasión se acercaba a la cama, acariciaba con el reverso de su mano su cara y se iba con los ojos llenos de lágrimas.
Me dijo que me marchara, que en unos minutos vendrían a recogerla. Le dejé mi número de teléfono y el hotel donde me alojaba. Probamos que funcionase el “roaming” y quedó en llamarme en cuanto supiese algo.
Me desperté sobresaltado en la habitación del hotel por el sonido de mi teléfono móvil. Era Gayatri. El entierro sería al día siguiente por la mañana. Quedamos en un lugar de fácil localización a la entrada del cementerio y nos despedimos. Miré el reloj. Ya eran la 6 de la tarde, noche si hablamos en términos europeos. Me puse una camisa y unos pantalones, cogí una bufanda y agarré el barbour, qué británico, y salí a la calle.
Yo nunca había estado en Londres y se puede decir que sigo sin haber estado. Deambulé durante unas horas, pero sólo recuerdo la lluvia fina cayendo y la punta de mis zapatos levantando una gota de agua a cada paso que daba. De regreso a la habitación del hotel limpié los zapatos y preparé la ropa para el día siguiente. Me quedé en la cama mirando al detector de humos de la habitación, que parpadeaba cada diez segundos. Casi tres mil parpadeos llevaba contabilizados cuando la alarma del móvil sonó. Era la hora.

El sacerdote debía haber acabado. Las personas allí congregadas se despedían. De aquel grupo salió Gayatri. Se acercó a mí. Me tendió un sobre de color verde. Lo cogí. Me abrazó dándome un fuerte beso y se marchó para siempre. Abrí el sobre y reconocí la letra. Era una carta de Rocío.

Querido pollito:
Confío en que también hayas podido llegar a tiempo de despedirnos.
Ha sido demasiado tarde cuando me he decido a escribirte estas líneas. Desde que supe que estaba enferma procuré que nadie se enterara. No respondí a las llamadas ni a los e-mails de Inés. No quería que os enteraseis que me estaba muriendo.
¡Qué paradoja! ¡Una eminente neuróloga, en uno de los centros de investigación más avanzados del mundo, no puede encontrar una curación para su mal!
Durante estos últimos meses he tenido mucho tiempo para pensar. Es más, creo que debido a todo el interés que ponía, primero en los estudios y después en el trabajo, hacía años que no pensaba en mí misma.
He pensado mucho en mí, en ti, en nosotros. Me he dado cuenta de lo mucho que me has tenido que querer. Y lo mucho que yo también te quiero.
Ahora sé que antepuse mi futuro profesional al personal. Lo puse por delante de mis sentimientos, de ti, de nosotros.
Cada vez que nuestra amiga me daba noticias tuyas tenía que hacer un gran esfuerzo para evitar sentir nostalgia. Acabaste tus estudios, con algo de trabajo. Te gustaba vivir la vida, salir, reír, disfrutar. Yo lo llamaba perder el tiempo. Tú te pasabas las horas muertas mirándome cuando yo estudiaba y yo te reprochaba que no hicieses algo de provecho. Tú me respondías que precisamente eso es lo que estabas haciendo.
Encontraste trabajo en nuestra ciudad. Te compraste un piso cerca de nuestro barrio. Te casaste. Tuviste hijos. Sólo pasados estos años me he dado cuenta cuánta envidia me daba tu mujer, una ama de casa, tu compañera.
Aquí me tienes, muriéndome sola, sin ti, sin tus bromas, sin tus risas, sin tus labios, sin tus brazos. De nada me ha servido todo lo que he conseguido. Siento todas las horas que te robé, siento todos los paseos que no dimos, siento todas las canciones que no escuchamos, los hijos que no tuvimos. Espero que me perdones algún día. No, sé que lo harás.
Ya sólo pido morir contigo cerca, ver tu cara antes de irme.
Te quiero, siempre te he querido, siempre te querré. Adiós mi vida
.’

Volvía a llover, pero esta vez sólo sobre el papel de la carta. Ya no era una lluvia fina, eran goterones lo que salpicaban el folio de color verdoso. Lucía el sol en aquella mañana, pero de mis mejillas un chaparrón se estaba precipitando. Guardé la carta, me acerqué a la sepultura, deposité la foto sobre el ataúd y con las manos en los bolsillos me alejé. Los funcionarios del cementerio llegaban para dejarlo todo preparado y en unos días tendrías puesta la lápida.
Yo estaré allí, para ver cómo la ponen, para cuidarte siempre. Esta vez no dudaré en acompañarte hasta el final. Mi final.

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